Una semana antes


(Ficción)

Sin saber por qué, hoy se despertó triste, de esas veces cuando extrañas todo y nada sin razón alguna, pero con ese sentimiento de “me falta algo, un no se qué pero no lo tengo”. Vio la ventana y subió la cortina, pensó que si hacía sol entonces seguro sería un día demasiado caliente, si por el contrario el día era nublado, frío y gris, pues sería eso, un día triste y gris que le regalo el cielo para que vaya acorde con su estado de ánimo.

Hoy, hoy es nublado, frío y gris.

El día avanzaba y de la nada recordó a esa persona en la que ya no pensaba, se le vino a la mente y una vez más la nostalgia de lo que fue y no funcionó -por razones que desde hace algún tiempo eran más claras que el agua, las que se repitió una y otra vez para reafirmar su posición y reconfortar sus sentimientos- aparecieron en su mente pero no tan sólidas como antes. Hoy ella está llena de dudas, hoy no está tan clara, hoy se pregunta “qué habría sido si…”. Hoy cree que hubiera funcionado y sería feliz, el día no sería tan triste y el frío sería solo algo natural, pues comienza el otoño y el invierno se ve cada momento más cercano.

El hubiera no existe.

Como un pensamiento lía el otro, aprovechó para subirse el ánimo y le quitó la culpa a sus sentimientos para echársela al clima, es culpa del clima y no la suya. Entonces se deprimió porque se fue el sol, porque el viernes hizo 30ºC y hoy hacen apenas 12, porque vio las hojas en el suelo, ya marrones y crocantes a su paso, ese crack que tanto la entretiene hoy no le genera placer, le provocan en cambio un sentimiento de resignación, pensó que el verano fue muy corto, pero con suerte tendría el verano de las brujas (esas dos semanas a finales de septiembre en las que vuelve a hacer calor, esta vez sí, por última vez). Hoy no disfrutó  del hecho de que aún hay hojas y que siguen verdes, hay verdes y marrones, el otoño aún no le regala la paleta entera de rojos, naranjas y amarillos que un año atrás hacían de ésta su temporada favorita. 

Hoy solo son hojas en el piso.

El día continuó y como cualquier otro día siguió su curso natural, café, ducha, metro, trabajo, comida, trabajo, metro… Decidió no correr, estaba frío y gris y 5km sonaban como si fueran 10, pensar en ir a correr le hizo darse cuenta de que le dolían las rodillas.

Hoy le dolían las rodillas, las piernas y un poco el corazón.

Así que con su excusa vuelta realidad sumado a ese ánimo que no la dejaba vivir en plenitud, tenía las condiciones perfectas para comerse todo, TODO lo que quisiera, su forma única e inconfundible de sentirse mejor, el placebo mental y sentimental de cualquier mujer que vive diariamente contando calorías. Comería rico y engordante.  La panadería fue entonces su nuevo destino antes de llegar a casa.

Solo la panadería podía devolverle la felicidad.

Un Saint Honoré, no, mejor un Éclair… Se le hacía agua la boca con el único cliché que amaba de París, las vitrinas de las panaderías; como era uno de esos días terribles que le llegan solo una vez al mes decidió comprar entonces no uno sino dos postres. Tenía excusa, tuvo un mal día, de esos que vienen de a gratis. De manera discreta le dijo al pâtissier que efectivamente se llevaría dos postres ésta vez; él, que ya la conocía, con cara de cómplice asintió.

Llegando a casa, más preocupada por el estado de los postres que del propio y para ponerle la cereza al pastel, tiró sin querer su cartera. La libreta, el monedero, las plumas, las llaves, el chapstick, las pastillas, todo rodó a lo largo de la habitación.

¡Las pastillas!

Se le olvidaron los postres porque de tristeza todo se volvió rabia, no entendía porque estas cosas le pasaban solo a ella, cambió de opinión y ahora sí pensaba ir a correr. Dos postres representaban más calorías de las que podía contar, tenía que correr. 

Recogió uno a uno cada artículo, se tomó la pastilla que esta mañana olvidó y viendo el paquete contó, de las 28 solo quedaban 5.

Fue entonces cuando recordó que era mujer.

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