BUDAPEST

Caminando recorremos historia, abrimos las puertas del alma y nos enriquecemos paso a paso.

Tuve la suerte de viajar por Europa del Este, conocer ciudades que me cambiaron la perspectiva y me mostraron lo pequeño que somos como seres humanos y lo poco que sabemos de la vida; no solo de la vida en general, sino de esa historia "reciente" y contemporánea que moldea la cultura y el ser de la gente, ese vivir que modifica su entorno, su ciudad y su perspectiva sobre ellos mismos y sobre el mundo.

Recorremos y vivimos parte de la historia de otros incluso como turistas, porque tenemos la posibilidad de percibir una cultura no solo por la gente, sino también por lo que la ciudad dice de ese país. Sí, reconozco que como turistas nos dedicamos a buscar el "top ten" de cosas que hay que ver, la torre Eiffel o la puerta de Brandenburgo y luego, si nos va bien, algún restaurante "típico y autóctono" para  probar realmente su comida.

Europa tiene la dicha de mantener muchas de esas magníficas muestras arquitectónicas que formaron ciudades que incluso hoy siguen siendo apreciadas como verdaderos cuentos de hadas. 

Sin embargo, lo que hace a algunas ciudades aún más interesantes, es justamente esa mezcla de realidades de diferentes épocas y particularmente de acontecimientos históricos. Este fenómeno es mucho más visible en Europa del este que del occidente, porque el paso de la Segunda Guerra Mundial y el establecimiento del comunismo, del nuevo orden geográfico de la época y del desarrollo de las ideologías de ambos bandos marcan todavía hoy el ir y venir de estos países recientemente "liberados".

El mejor ejemplo no puede ser otro que BUDAPEST (sí, hablaré de Berlín en otro momento como muestra del mismo fenómeno pero de un país occidental).  



¡Qué ciudad! No hay cuento de hadas más bonito que el de las montañas de Buda, el Danubio - azul o no- se presenta majestuoso ante nosotros y nos recuerda cómo, gracias a él, existen dos caras de una misma moneda. Budapest es un sitio que encanta, que te atrae sin razón aparente bajo un velo de misterio que nos seduce lentamente. 

Lo que hace la ciudad más interesante es precisamente el dinamismo primero cultural y luego urbano. Hoy en día es una ciudad donde a pesar de no haber una gran mezcla física, los húngaros son abiertos y amenos con el extranjero, conseguir gente que te hable algo diferente al húngaro es posible (y comprobado!) y su relación con el extraño es realmente cordial, comparándolo con otras experiencias que tuve por la zona. 

A pesar de esto, se les ve en el semblante que llevan consigo una herida histórica, quiero decir, son vivos representantes de la historia del país: un gran reino que fue en un momento poderoso, próspero, y que ahora vive bajo la vergüenza de una gran decadencia gracias a decisiones incorrectas, reforzada por un período comunista que los dejó en desventaja con aquellos que alguna vez fueron grandes contendientes.

Se ve en la gente y en la marca de esos años de atraso -si los comparamos, evidentemente, con mi percepción cien por ciento occidental. Cuando tomamos el metro o en su caso más latente, cuando un húngaro te cuenta su historia y recuerda una y otra vez cómo sucedieron los hechos, quiénes fueron sus antepasados y cómo ahora luchan de nuevo, lentamente, para sobresalir de manera regional y más aún para no olvidar todo el territorio perdido y todos los logros culturales e históricos de antaño.

La ciudad es entonces una combinación de tres épocas en concordancia: siglos de poderosos monarcas que dejaron castillos, el parlamento, entre otros. Un siglo XX de pérdida y atraso, del comunismo con sus edificios de caja de cerillos, y un siglo XXI lleno de esperanza, de nuevas tendencias artísticas, culinarias, musicales y claro está, un desarrollo máximo de sus recursos.




En definitiva, una ciudad que es mucho más que sus aguas termales o el mercado central, que esta llena de vida y belleza sin muestra alguna de presunción.

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